30 de abril de 2016

¿Qué haría hoy don Quijote con los molinos?

Don Quijote arremetió a todo el galope de Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer, y embistió con el primero molino que estaba delante; y llegando a tocar el aspa con su lanza, tropezó el caballo y cayó su caballero con él, rodando muy maltrecho por el campo. Tal fue el golpe, que don Quijote tardó un tiempo en volver de su desmayo, cuando el soplar del viento le barrió el rostro.

Tornó en sí y abrió los ojos el molido caballero, contemplando el lugar donde primero había descubierto los gigantes; ahora se levantaban grandes torres, blancas como el ampo de la nieve, coronadas con tres brazos acabados en punta, que eran volteados por el viento mientras los rayos del sol los hacían brillar hasta turbar y cegar la vista. Temblando de los pies a la cabeza como azogado y cautivado por esta visión, don Quijote despabiló y limpió los ojos, que los tenía cubiertos de polvo, y se levantó en pie en la busca de escudero, rocín y jumento.

Llamó, alzó el grito y volviose esperando respuesta, al tiempo que asomó por el camino un hombre no muy ligero de pies que tomaba de las riendas a Rocinante. Era el hombre de rostro aguileño y nariz corva, cabello castaño, barbas de plata y largo de bigotes, con una frente lisa y desembarazada. Y, llegándose a nuestro buen caballero para que pudiera oírle, comenzó a decir con voz suave y reposada:

—Venía caminando no con mucha priesa y, desde lejos, pareciome que vuestra merced había perdido su caballo.

—Verdad es, señor mío —dijo don Quijote—, que el tropiezo de mi caballo me ha llevado a dar tal caída que siento molido y quebrantado todo el cuerpo. Y dígame vuestra merced, ¿qué camino han tomado los treinta o cuarenta gigantes que aquí se hallaban?

—No he visto gigante en todo el viaje, pero a buen seguro que los muchos caminantes que se encuentran cerca del Puerto Lápice, de donde vengo, podrán dar noticia de semejante historia —respondió el hombre.

—Esto debe de ser obra de un sabio encantador llamado Frestón, el mesmo que me robó un aposento y los libros que en él guardaba. Así que será mejor que nos estemos alerta.

Don Quijote decía esto con gran denuedo, advirtiendo al hombre que tuviese cuidado con el libro que traía bajo el brazo derecho, a lo que éste se sonrió y volvió a jurarle que no había visto ni gigantes ni encantadores en parte alguna.

—Es tal la ojeriza que me tiene este sabio encantador, grande enemigo mío —decía don Quijote—, que, viendo cómo entablaba batalla con los gigantes, los ha vuelto para mi desdicha en encantadas torres de largos y buidos brazos.

—No osaré afirmar si sus razonamientos son falsos o verisímiles —dijo el caminante—, pero sí tengo por cosa cierta que nosotros no somos fruto de encantamiento. A ojos vistas, vuestra merced se me aparece hoy tan real y verdadero como yo lo soy.

—Voto a Dios que eso es verdad —replicó don Quijote—; es bien conocido que los malos encantadores utilizan cuantos hechizos y estratagemas puedan imaginarse para infundir temor y espanto en el contrario. Pueden robar mis libros o cautivarme con torres blancas de tres puntas, mas en nuestra mano está deshacer tales fechos, si la particular providencia del cielo en nuestro favor se vuelve.

Y, en diciendo esto, don Quijote subió con grandísimo cuidado sobre Rocinante, embrazó la adarga y tomó la lanza. Su discurso continuó, encaminando la vista a las torres blancas de tres brazos dispuestas en el horizonte:

—Por más fantásticas que sean las cosas de encantamientos, no puedo yo dejar de cumplir con mis obligaciones como buen caballero; vuestra merced ha de saber que soy el valeroso don Quijote de la Mancha y que ahora voy a acabar lo que dejé comenzado. Como está dicho, cada uno es artífice de su propia ventura.

Bajando la visera de su celada, don Quijote se afirmó en los estribos, apretó la lanza y, encomendándose a su señora Dulcinea del Toboso, despidiose del caminante tras conocer su nombre. Don Miguel de Cervantes, que así se llamaba, observó sonriéndose al caballero que, dando espuelas a Rocinante y con rápido galope, atravesaba aquel llano hacia una de las torres blancas; levantó la lanza con coraje, mas se hizo mil pedazos por el terrible golpe, acabando con don Quijote y su rocín de nuevo en el suelo.

Nuestro caballero, habiendo perdido el sentido, volvió de su parasismo al cabo de una buena pieza y vio a Sancho Panza, que acudía en su asno a socorrerle, bajo las que ahora sí eran las aspas de los molinos de viento.

Luego pusiéronse en camino y, hablando en la pasada aventura, el caballero y su escudero siguieron hacia Puerto Lápice, pues don Quijote decía que allí no dejarían de hallarse muchas y diversas aventuras. Lejos del lugar estaba a la mira el caminante y, en confirmando esto, sentose para leer en su libro cuanto tenía escrito: así de encantamientos como de batallas, frailes, vizcaínos, pastores, ventas, castillos, gigantes y molinos.