27 de mayo de 2016

A la luz del cometa

Cada una de las últimas noches de aquel templado mes de marzo del año 1997, Daniel se adentraba en la frondosa y exuberante arboleda que se prolongaba junto a la casa de sus abuelos maternos. Este breve receso vacacional era el pretexto ideal para olvidar, aunque sólo fuese por un instante, los agotadores ejercicios y tareas escolares del pasado trimestre.

En la madrugada, la oculta luna menguante cedía el escenario celestial al majestuoso espectáculo estrellado y este niño de diez años no estaba dispuesto a perdérselo. Con una mochila a la espalda, donde guardaba sus valiosos recortes de semanarios divulgativos y periódicos, y acompañado siempre por su inseparable perrito Kepler, atravesó con ímpetu la angosta pasarela situada sobre el arroyo que delineaba la frontera entre el bosque y una vasta pradera.

Al son del canto de los mochuelos, Daniel se tendió en la tierra y un estremecimiento le recorrió el cuerpo tras sentir el gélido roce de la hierba; así, escrutando el firmamento, halló algo fuera de lo común: un hermoso punto luminiscente que dejaba una huella difusa cerca de dos astros.

—Es muy brillante —musitó una voz cerca del chico—. ¿Te gustaría verlo en detalle?

Daniel se alzó veloz y se encontró ante un hombre que miraba con serenidad a través de un telescopio. Manipulaba el artilugio con exquisita precisión y desprendía un gran entusiasmo en cada uno de sus movimientos; era asombroso no haber tenido noticia alguna de su presencia hasta ese momento y ni siquiera Kepler lo advirtió antes de recostarse en el suelo para dormitar.

—Soy Isaac, desde hace meses estudio ese punto luminoso al que no le quitabas ojo —dijo con tono afable y calmado—. Con ayuda del telescopio, vas a poder ver las dos colas que deja a su paso el cometa Hale-Bopp. ¿Cómo te llamas, chaval?

—Dani… Creo que éste es parecido al Halley, ¿verdad? Lo he leído en el periódico.

—El que tenemos ante nuestros ojos es mucho mayor y no volverá por aquí hasta dentro de unos miles de años, acércate —Isaac decía esto mientras ajustaba la posición del telescopio—. El Hale-Bopp continúa avanzando en su órbita y ahora está en su punto más cercano a nosotros. Seguro que puedes ver dos colas: la azulada está compuesta de gases, como vapor de agua, y la más ancha y rojiza es el polvo desprendido mientras se aproxima al Sol. Con suerte, la exhibición continuará si sobrevive a este arriesgado acercamiento.

Daniel atendía extasiado a los comentarios del desconocido observador y, con el ojo izquierdo acomodado en el reflector, tornó a admirar la belleza del objeto celeste que le devolvía la lente.

—En el Cosmos —continuó Isaac—, encontramos mucho más de lo que jamás podríamos imaginar. Estoy convencido de que en este momento, no a muchos años luz de aquí, alguien como nosotros también busca respuestas a las maravillas que le rodean…

Un repentino rayo de luz añil destelló en el cristal del telescopio y Daniel apartó la vista, cegado por la intensidad del resplandor. Aturdido y confuso, se volvió hacia Isaac para averiguar la procedencia de este deslumbramiento pero, con el regreso de la negrura previa, pudo comprobar que el observador se había desvanecido sin dejar rastro.

Junto al telescopio, Kepler comenzó a aullar atemorizado y el chico lo abrazó al tiempo que una suave brisa mecía los tallos de la hierba. En el lugar no había nadie más; sobre ellos, una súbita lluvia de estrellas fugaces comenzó a encender la noche.

En la desvencijada pasarela que comunica el bosque con la pradera, Daniel descubre las huellas del menguado arroyo que otrora serpenteaba entre los guijarros, hoy extinguido por completo. Más de diecisiete años han transcurrido desde la última vez que traspasó este camino, perdido entre la impenetrable maleza y asediado por el espeso ramaje.

Poco después, todo está dispuesto; el reflector en el trípode apunta hacia el sur, tomando como referencia la agrupación estelar de la constelación de Orión, y la cámara fotográfica fijada está preparada para las próximas horas de intenso trabajo. El objetivo es un punto brillante sobre el horizonte, convenientemente señalado en el cuaderno de Daniel: el cometa Lovejoy, muy cercano a la Tierra en estas fechas. Las noches de este mes de diciembre parecen interminables y el viento helado sólo da un breve respiro cuando el cielo comienza a teñir el levante de colores rojizos.

Una lluvia de meteoros cruza la bóveda celeste, como si dieran una entusiasta bienvenida al nuevo amanecer. Daniel, dando por terminada la dura jornada fotográfica, no puede evitar la irreprimible necesidad de tenderse sobre la hierba y contemplar ese espectáculo que le regala la naturaleza.

—Sí, es muy brillante —dice una voz familiar a lo lejos.

Al pie del telescopio, alguien observa con satisfacción a través de la lente y exclama: "Dani, no dejes nunca de preguntar, de buscar respuestas". Como si los años no hubiesen pasado, unas lágrimas se deslizan por las mejillas de Daniel y, como aquel niño que no hace mucho cargaba con una mochila repleta de publicaciones científicas, esboza una inocente y cándida sonrisa.

30 de abril de 2016

¿Qué haría hoy don Quijote con los molinos?

Don Quijote arremetió a todo el galope de Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer, y embistió con el primero molino que estaba delante; y llegando a tocar el aspa con su lanza, tropezó el caballo y cayó su caballero con él, rodando muy maltrecho por el campo. Tal fue el golpe, que don Quijote tardó un tiempo en volver de su desmayo, cuando el soplar del viento le barrió el rostro.

Tornó en sí y abrió los ojos el molido caballero, contemplando el lugar donde primero había descubierto los gigantes; ahora se levantaban grandes torres, blancas como el ampo de la nieve, coronadas con tres brazos acabados en punta, que eran volteados por el viento mientras los rayos del sol los hacían brillar hasta turbar y cegar la vista. Temblando de los pies a la cabeza como azogado y cautivado por esta visión, don Quijote despabiló y limpió los ojos, que los tenía cubiertos de polvo, y se levantó en pie en la busca de escudero, rocín y jumento.

Llamó, alzó el grito y volviose esperando respuesta, al tiempo que asomó por el camino un hombre no muy ligero de pies que tomaba de las riendas a Rocinante. Era el hombre de rostro aguileño y nariz corva, cabello castaño, barbas de plata y largo de bigotes, con una frente lisa y desembarazada. Y, llegándose a nuestro buen caballero para que pudiera oírle, comenzó a decir con voz suave y reposada:

—Venía caminando no con mucha priesa y, desde lejos, pareciome que vuestra merced había perdido su caballo.

—Verdad es, señor mío —dijo don Quijote—, que el tropiezo de mi caballo me ha llevado a dar tal caída que siento molido y quebrantado todo el cuerpo. Y dígame vuestra merced, ¿qué camino han tomado los treinta o cuarenta gigantes que aquí se hallaban?

—No he visto gigante en todo el viaje, pero a buen seguro que los muchos caminantes que se encuentran cerca del Puerto Lápice, de donde vengo, podrán dar noticia de semejante historia —respondió el hombre.

—Esto debe de ser obra de un sabio encantador llamado Frestón, el mesmo que me robó un aposento y los libros que en él guardaba. Así que será mejor que nos estemos alerta.

Don Quijote decía esto con gran denuedo, advirtiendo al hombre que tuviese cuidado con el libro que traía bajo el brazo derecho, a lo que éste se sonrió y volvió a jurarle que no había visto ni gigantes ni encantadores en parte alguna.

—Es tal la ojeriza que me tiene este sabio encantador, grande enemigo mío —decía don Quijote—, que, viendo cómo entablaba batalla con los gigantes, los ha vuelto para mi desdicha en encantadas torres de largos y buidos brazos.

—No osaré afirmar si sus razonamientos son falsos o verisímiles —dijo el caminante—, pero sí tengo por cosa cierta que nosotros no somos fruto de encantamiento. A ojos vistas, vuestra merced se me aparece hoy tan real y verdadero como yo lo soy.

—Voto a Dios que eso es verdad —replicó don Quijote—; es bien conocido que los malos encantadores utilizan cuantos hechizos y estratagemas puedan imaginarse para infundir temor y espanto en el contrario. Pueden robar mis libros o cautivarme con torres blancas de tres puntas, mas en nuestra mano está deshacer tales fechos, si la particular providencia del cielo en nuestro favor se vuelve.

Y, en diciendo esto, don Quijote subió con grandísimo cuidado sobre Rocinante, embrazó la adarga y tomó la lanza. Su discurso continuó, encaminando la vista a las torres blancas de tres brazos dispuestas en el horizonte:

—Por más fantásticas que sean las cosas de encantamientos, no puedo yo dejar de cumplir con mis obligaciones como buen caballero; vuestra merced ha de saber que soy el valeroso don Quijote de la Mancha y que ahora voy a acabar lo que dejé comenzado. Como está dicho, cada uno es artífice de su propia ventura.

Bajando la visera de su celada, don Quijote se afirmó en los estribos, apretó la lanza y, encomendándose a su señora Dulcinea del Toboso, despidiose del caminante tras conocer su nombre. Don Miguel de Cervantes, que así se llamaba, observó sonriéndose al caballero que, dando espuelas a Rocinante y con rápido galope, atravesaba aquel llano hacia una de las torres blancas; levantó la lanza con coraje, mas se hizo mil pedazos por el terrible golpe, acabando con don Quijote y su rocín de nuevo en el suelo.

Nuestro caballero, habiendo perdido el sentido, volvió de su parasismo al cabo de una buena pieza y vio a Sancho Panza, que acudía en su asno a socorrerle, bajo las que ahora sí eran las aspas de los molinos de viento.

Luego pusiéronse en camino y, hablando en la pasada aventura, el caballero y su escudero siguieron hacia Puerto Lápice, pues don Quijote decía que allí no dejarían de hallarse muchas y diversas aventuras. Lejos del lugar estaba a la mira el caminante y, en confirmando esto, sentose para leer en su libro cuanto tenía escrito: así de encantamientos como de batallas, frailes, vizcaínos, pastores, ventas, castillos, gigantes y molinos.